Capítulo VI 

 

 El primer invierno

 
 

           La tardía media luna, a la que el amanecer sorprendió a mitad de su camino por los cielos, no había querido asomar en medio de la tormenta y esperó a que ésta se calmara y a que el cielo ceniza del día y luego turbio en la noche recuperara su transparencia para poder mostrarse a la inmensidad fría de la nevada.

           La nieve ocupaba el horizonte entero, fuera el hombre quien mirara desde Tari o el lobo quien oteara desde el Tallar. Por cualquier lugar al que se dirigiera la vista ella se había apoderado de la tierra. Un sol pálido intentaba hacer un leve guiño de luz, que no de calor, al espacio mudo. A los montes chatos, al encinar cuyas ramas crujían por el peso del manto blanco, a la inmensa llanura esteparia donde no había árboles que estorbaran la continuidad de su blancura e incluso a las grandes montañas que cerraban los horizontes y cuyos picos brillaban ahora relucientes con los rayos que desde enfrente les llegaban.

           La noche había sido de inmovilidad para la manada de los hombres y para casi todas las manadas de las bestias. Todos habían buscado un refugio y allí se habían acurrucado, oyendo bramar con ira y silbar furiosos a los vientos. Los hombres en sus cabañas, envueltos en pieles, no se habían separado de sus fuegos. Los ciervos se habían adentrado en la espesura del bosque más cerrado y aguantado entre los matones más apretados, con las gabatas pegadas a sus madres. El corzo había encontrado cama en el corazón del enebro; el lince en el lentisco; el zorro en celo, que la noche anterior escandalizaba con sus alborotadores guarridos, se había callado y se había refugiado en una madriguera. De sus conejeras no se habían movido los conejos, y la liebre, cara al viento, pero protegida en su cama escarbada en el ribazo, no había canteado siquiera las orejas agachadas hacia atrás y pegadas al lomo. Las perdices habían logrado conservar las plumas y las patas secas, metido el bando entero en lo más tupido del aliagar. El jabalí, con su gruesa pelliza de piel y manteca, había trasteado por el monte pero sin salir a los claros. Los pájaros habían aguantado en recovecos, agujeros y covachas de árboles o piedras y ahora daban su primer vuelo, al que se adelantaron los cuervos que cruzaron, silueteando su negrura, sobre el espacio teñido de blanco, rumbo a algún lugar que no conocían más que ellos.

           Pero antes habían cruzado los lobos. Habían encontrado el mejor resguardo y, hechos una rosca, habían utilizado la propia nieve para defenderse de su frío. Y mucho antes de que asomara la luna y se calmara del todo la cellisca se habían puesto en movimiento. Se habían revolcado gozosos, habían saltado alegres y espolvoreando la nieve de su pelaje con cabriolas. Hasta los más viejos la saludaban con contento y los jóvenes volvían a ser cachorros alocados lanzando zarpazos e intentando clavar sus colmillos en los copos.

           En la oscuridad y sobre el rugido de la ventisca, aullaron. El Blanquino, en su primer invierno y en su primera gran nevada, se contagió del frenesí general de la manada. Se unió al aullido corto y seco con que empezaron a cantar. Después, la voz de los lobos se fue alargando y en algún momento se elevó una más potente y prolongada, la del gran macho, que se expandió por el espacio entero y que en medio de la tormenta llegó a los refugios de todos y a todos puso en temerosa alerta. Los lobos cazaban y la nieve era su mejor aliada. El gran lobo del Tallar, reunido todo su clan, emprendió la carrera a trote corto y los demás lobos le siguieron en fila, agitados, azotadas sus pelambres por la tempestad y sumergiéndose en su seno, como si ellos mismos fueran una de sus ráfagas. El Blanquino, pegado al paso de su madre, se unió a su primera gran matanza con la manada. Cuando la medialuna les vio, los lobos ya corrían imitando su figura. Ya tenía presa delante.

           Los lobos aman la nieve. La borra de su pelaje les protege de su aliento y sus patas anchas y acolchadas se hunden menos que las de sus presas. Ellos surcan su superficie, mientras que el ciervo y el caballo se clavan y atascan. La nieve, además, delata cualquier figura, grita cualquier movimiento.

           Los lobos habían comenzado su campeo en medio de la noche, vagando aparentemente ajenos al viento que les azotaba y a los remolinos de polvo de nieve que se agitaban en torno a ellos. Se desplegaron al llegar a los llanos en alto, y al poco rato, sus aullidos tenían un nuevo tono, una excitación diferente, eran los de la persecución, la llamada a la matanza.

           La primera intentona resultó fallida. Una corza y su cría ya muy crecida que echaron de un bosquete de apretadas carrascas lograron llegar a la espesura de un tupido encinar con abundante sotobosque y allí consiguieron que los lobos perdieran su rastro.

           Pero un tropel de ciervas no tuvo esa suerte. Una hembra vieja fue la primera en berrear su agonía y su sangre se derramó cuando el sol naciente alumbró la roja carnicería. La cierva se había rezagado de la «pelota» al quedarse un poco atascada en la arrancada del rebaño y luego un traidor ventisquero le tendió una emboscada. Queriendo acortar camino y llegar a la punta de los que huían, se metió donde la nieve acumulada era mucho más profunda, y cuando quiso salir, los lobos asaltaron sus ijares.

           Los lobos comieron. Hubo gruñidos de advertencia por el sitio y la preponderancia en el cadáver, y alguno que no acertó a aceptarlo de principio hubo de ofrecer su propio cuello en rendida ofrenda a los colmillos del más poderoso por haberse saltado la jerarquía. Pero todos comieron y las dentelladas que desgarraban piel y músculos calientes no se clavaron en carne lobuna y la sangre que empapó sus belfos fue toda de cervuno.

           El Blanquino supo bien que su puesto en el festín era el último, y con el rabo encogido entre las patas traseras y caminando agachado y encogido, con la tripa rozando el suelo, se acercó a la presa procurando no molestar a ninguno. Conseguido su pedazo se alejó unos pasos y nadie hizo nada para arrebatárselo. En la manada de los lobos se sabe quién come primero y en el mejor lugar, pero cuando el último consigue su bocado ninguno va a quitarle al lobato su comida.

           Los lobos se saciaron, y cuando de la cierva quedaba poco más que la cabeza, la piel, algo del menudo desparramado y un poco de carne unida al espinazo y los costillares, se marcharon.

           Cuando la luna y el sol pudieron verse al mismo tiempo, ya habían llegado los cuervos, que bien sabían hacia dónde volaban. Y poco después no tardaron en llegar las urracas, que saltaron alrededor de la nieve ensangrentada buscando piltrafas de carne. También apareció el zorro en celo y un águila imperial se descolgó sorprendentemente antes que los buitres y se apoderó del cadáver, mirando, eso sí, como de soslayo, como si no quisiera ser vista comiendo carroña y caza ajena. Pero comió. Y por último, hasta los buitres, que necesitaron de algo más de sol y de una corriente de aire menos fría que los elevara, alcanzaron la osamenta.

           Los hombres de Tari saludaron la mañana, pero no se apresuraron a dejar su Roca. Esperaron a que el sol se levantara sobre la nieve y que las manadas de animales dejaran su rastro en ella.

           La nieve era aliada de los lobos, pero asimismo delatora de toda bestia para la mirada de la manada de los hombres, si a la tempestad sucedía un día limpio. Si la tormenta y el viento seguían soplando durante días, el lobo podía continuar cazando, pero el hombre, en la oscuridad y la ventisca, desesperabas pasaba hambre.

           El joven de Tari, encargado esa mañana de cuidar especialmente el fuego en el recipiente de corteza de abedul, salió con un grupo reducido. La misión de los exploradores consistía en encontrar las pistas de algún rebaño numeroso al que poder entrampar y lograr una buena provisión de carne. No buscaban solitarios corzos, ni siquiera pelotones de muflones. Una pelota de ciervas o mejor una manada de caballos, en algún paraje cercano, eran lo deseado, pero no dudarían en alejarse por la estepa o por donde seguía su camino el río, más allá de su territorio aguas abajo, si lo que cortaban los exploradores era la gran pezuña del bisonte o el paso cada vez más infrecuente de la corriente de agua por parte de los renos. Si éstos dieran señal de cruce, el campamento entero de Tari se movilizaría. Pero los renos hacía años que no cruzaban y los bisontes apenas si aparecían por el último confín de la estepa, casi junto a las grandes montañas. El muchacho, ya reconocido por su pie ligero y rápido, seria el encargado de llevar la noticia al grueso de los cazadores que aguardaban.

           No cortaron huella de bisonte, pues no se adentraron en la estepa, ni vieron señal alguna de reno en el vado de los Farallones Rojos, aunque allí quedó de vigía, con abundante provisión y resguardado en una cueva, otro joven cazador que viviría solitario hasta que la manada de los renos quizás este año sí regresara a cruzar los vados. Sin embargo, al otro lado del río, en la mañana del segundo día de su descubierta, donde la llanura no era del todo plana, sino con abundantes lomas y algún montículo, dieron con la yeguada. La acosarían intentando llevarla hacia el río y si lograban hacerla cruzar podrían alancearla más fácilmente en el agua.

           El joven de Tari y otro cazador hubieron de correr entonces, hasta que el sol ya se empezaba a poner, para llegar a la Roca y dar el aviso. Los hombres que aguardaban preparados no tardaron en ponerse en marcha. Aprovecharían cuanto de luz pudieran para ir al encuentro de los otros. Lo hicieron con el cazador más veterano marcándoles la senda y el destino. El joven de Tari aguardaría a la mañana, y con un grupo de mujeres y algún hombre más se dirigiría sin forzar la marcha hacia el sitio de la emboscada esperando que a su llegada hubiera yeguas a las que desollar y potros a los que despedazar. El joven de Tari se sintió apenado de no poder lanzar su venablo en los vados, pero comprendió que para el clan de la Roca era también bueno lo que hacía y condujo con orgullo al grupo de mujeres, siendo él por vez primera quien encabezó la fila, pues era el conocedor del camino y el lugar de encuentro pactado.

           Cuando llegaron, ya sabían que alguna presa iban a poder llevarse a Tari, aunque no tantas como hubieran querido. Primero con movimientos cautos por sus costados y sin aproximarse demasiado, los hombres habían empujado a la yeguada en dirección al río. Luego, a la vista de sus arboledas, se habían mostrado por los lados y detrás de los caballos apareciendo en la cima de las lomas y los montecillos. La yegua vieja había, al principio, seguido el rumbo hacia el que los hombres la dirigían. Pero llegado un momento comenzó a dar muestras de nerviosismo y a querer escabullirse del cerco, aunque sin atreverse a lanzar a todo el tropel entre las figuras erguidas de los humanos. Quería mantenerse a distancia de ellos. Los batidores percibieron el recelo creciente de la matriarca y cómo intentaba rehuir el cruce del río. Entonces echaron mano del fuego, encendieron las teas resinosas y avanzaron, mostrándose ya sin tapujos y dando grandes alaridos. El círculo se había estrechado bastante, pero no lo suficiente. La yeguada pareció, aterrada por el olor a humo que se desprendía de las antorchas, coger la trocha que conducía al vado y que a poco se empinaba y dejaba terraplenes difíciles de remontar a sus lados.

           La vieja yegua no cayó en la trampa. Rehusó en el momento crucial. Clavó sus cascos al principio de la pendiente hacia las aguas en el instante final y pegando un repentón salió en estampida en dirección contraria, pasando, seguida de la mayoría, como un torbellino de patas y crines y levantando nubes de nieve alborotada con su desenfrenado galope, entre la hilera de hombres espaciados muchos pasos aún que intentaban retenerla y volverla con sus gritos. Alaridos y aspavientos fueron inútiles ante el empuje de la vieja yegua, que condujo hacia la salvación a casi todos los suyos. Pero un pequeño grupo de caballos dudó un instante y los hombres pudieron agruparse y estrechar la distancia entre uno y otro. Este pequeño pelotón de equinos fue el que avanzó, como única salida, hacia el río. Allí los esperaban las lanzas, las azagayas y los venablos de quienes acechaban en la otra orilla y en la rampa de salida aún más empinada que la de entrada. Mataron un caballo joven y un par de potrillos. Cuando las mujeres llegaron, los habían sacado del agua y los habían comenzado a destazar abriéndoles la panza y extrayéndoles el voluminoso y enorme menudo.

           El joven de Tari ayudó, como todos, a no dejar más que piltrafas de carne pegadas a los huesos, y aquella noche, antes de regresar al día siguiente con todo lo conseguido a la Roca, comió dulce carne de potro. Montaron el campamento nocturno lo suficientemente alejado de la matanza sabiendo que esa noche los restos tendrían demasiados visitantes y que algunos, aunque temieran a la hoguera, podían ser peligrosos.

           Fue la primera gran cacería de su primer invierno. Éste no fue duro en extremo. Los renos no vinieron. Una expedición los llevó muy cerca de las lejanas montañas y lograron matar un bisonte viejo que había quedado aislado del resto del rebaño. A las yeguas no pudieron sorprenderlas ninguna otra vez y les resultaron imposibles de acorralar en las llanuras. Los cazadores más experimentados volvieron su vista a los bosques de los llanos en alto y a los sotos del río donde se refugiaban ciervos, gamos y corzos, y en pequeños grupos se dedicaron a intentar abatirlos con todo tipo de añagazas y trampas. A la espera, en un revolcadero de barro, un veterano consiguió herir seriamente a un jabalí, que al día siguiente fue rastreado y cobrado por el grupo. Las mujeres cogían muchos conejos y liebres con sus lazos y aportaban incluso más carne a los fuegos que la que conseguían traer las expediciones de los hombres.

           Las tormentas de nieve ya no daban paso a días claros, sino a jornadas donde el viento seguía soplando con furia y la cellisca azotando la tierra. No se podía salir de Tari, ni rastrear huella alguna, ni mucho menos pretender pasar la noche a la intemperie. El cazador destacado en los Farallones Rojos regresó tras su vigilancia infructuosa. Las partidas de caza se hacían cada vez más reducidas y cortas en sus recorridos, volviendo las más de las veces los cazadores con las manos vacías. La nieve permanecía de continuo en los llanos en alto y era casi imposible ascender hasta allí y regresar en el día. Por ello muy pocas veces los alcanzaban, pues pernoctar a la intemperie era una verdadera temeridad, aunque tenían un pequeño refugio habilitado junto a la fuente de la Tobilla, bajo unas grandes rocas donde había también una piedra plana, labrada en homenaje al sol y que los chamanes visitaban, donde se resguardaban en ocasiones.

           Como en otros inviernos de su niñez, el joven de Tari sintió la punzada del hambre como la sufrieron todos en la Roca, y esos mordiscos fueron cada vez más frecuentes y dolorosos según avanzaba el invierno y las reservas se agotaban. Los hombres de Tari oían con envidia el aullido de caza de los lobos del Tallar y señalaban con desesperanza los restos de su festín, ya despojados de carne cuando ellos llegaban.

           Cada día más hambrientos, y circunscritos a una parte cada vez más reducida de su territorio, los hombres de Tari comenzaron a acechar a la manada de sus vecinos lobos, intentando llegar a alguna presa que hubieran cazado antes de que hubiera sido totalmente consumida. Fracasaron varias veces y tan sólo en una ocasión consiguieron algo de la carroña cuando los lobos se habían marchado, aunque hubieron de ahuyentar a algunos que quedaban aprovechando los últimos restos. Entre ellos, el joven de Tari distinguió al Blanquino.

           Pero la oportunidad acabó presentándose y el enfrentamiento estalló entre las dos manadas. Fueron los lobos quienes lograron la matanza y los hombres quienes pretendieron arrebatarles su comida.

           La manada del Tallar había conseguido al filo de una amanecida acorralar un nutrido rebaño de muflones que habían bajado al valle de Naguafría donde les era más fácil alcanzar el pasto, pues en aquellas vaguadas más resguardadas y de solana, la nieve era mucho menos espesa e incluso dejaba al descubierto la hierba y desde luego arbustos y pequeños matorrales. Los lobos entraron por detrás del rebaño, empujándolo hacia la cuerda sobre el escalón que daba paso a los llanos de arriba. Parte de la pelota, la mayoría de las hembras, logró zafarse, pero un buen grupo, sobre todo de machos, tiró en hilera buscando el paso de subida y se topó con los lobos que los aguardaban en lo más alto del viso.

           Los muflones se vieron en un momento acorralados, ya que acabaron incluso por meterse en una zona de ventisquero donde la nieve les impedía remontar y por otro costado una pared de roca les imposibilitaba totalmente la subida. Los lobos, entrando desde todos los lados, se lanzaron a la degollina. Saltaban a los garganchones, y si lograban hacer allí presa, desgarraban y zamarreaban hasta rendir a los carneros a pesar de sus brincos, corcovas y rebotes. Otro ataque era al vientre, a lo blando, buscando desjarretar y rajar los ijares, hasta hacerles salir por allí las entrañas. El animal así herido no tenía salvación. Las lobas, ayudadas por los jóvenes, eran las más eficaces en ese tipo de ataque, y una vez agarrado, ni el muflón más poderoso tenía escapatoria. Los balidos agónicos se sucedieron en aquel recodo de la montaña y el ventisquero se tiñó de sangre. Una mano de muflones quedó tendida en medio de la nieve.

           Los lobos comieron hasta hartarse, pero su matanza no había sido sólo para saciarse con aquel festín. Siempre que se les presentaba la ocasión, como con los renos o con los ciervos, mataban a mansalva todas las presas que podían. Quedaban en la nieve, semienterradas en ella y así se conservaban. Era su despensa y a ella podrían acudir hasta agotar las reservas o hasta que otros animales acabaran también por consumirlas.

           Los hombres no lograron alcanzar los muflones muertos sino al segundo día, pero aún quedaba allí mucha carne, y esta vez iban decididos a que sería para ellos y no para quienes la habían abatido. Habían llegado, por fin, a tiempo y estaban dispuestos a conquistar su botín. Pero los lobos no tenían pensado entregarlo.

           La manada del Tallar estaba comiendo por segundo día consecutivo en los muflones cuando vieron subir a los hombres. Directos y sin taparse, voceando para hacerlos huir, se dirigían a ellos. No se retiraron. Los hombres con sus venablos enarbolados penetraron en el semicírculo del ventisquero, y los lobos, gruñendo desde detrás de sus presas, les plantaron cara, pero hurtando el cuerpo y protegiéndose tras los cadáveres de los carneros.

           Los hombres tenían más hambre y lanzas. Los lobos habían comido. Las lobas viejas optaron por emprender una escurridiza retirada, pero los lobos jóvenes no lo quisieron así. Un hermano de la camada anterior a la del Blanquino saltó de detrás de su parapeto contra el hombre que se acercaba demasiado. Agazapado iba a lanzarse a su cuello, cuando le llegó desde un costado la azagaya. Se incrustó entre los costillares y el animal cayó aullando y revolcándose con la muerte hundida en sus tripas. Otros hombres avanzaron. El lobo, impedido por el venablo que le atravesaba, no pudo huir siquiera, otras lanzas se clavaban en su cuerpo y al poco rato expiraba castañeteando los dientes en un gesto supremo de impotencia y rabia. Los demás ya habían huido.

           El campo quedó para la manada de los hombres, que eufóricos se apresuraron a cargar con los restos de los carneros y emprender la bajada a su poblado, hasta la Roca de Tari, donde aquellas provisiones serían recibidas con alborozo por todo el hambriento clan que aguardaba. Al lobo muerto le quitaron la piel, y el cazador que primero lo había alcanzado se quedó con ella para cubrirse la cabeza en señal de victoria sobre enemigo tan fuerte y astuto.

           Al retornar con sus presas robadas, el joven de Tari volvió la vista. Desde lo alto de la cuerda un lobo joven y de pelaje más claro lo miraba.

           Cuando llegó la primavera, el tiempo de la hierba nueva, el lobo joven del Tallar y el joven hombre de Tari habían cortado las huellas el uno del otro en muchas ocasiones e incluso se habían visto en alguna de ellas. El lobo olía la del hombre y la reconocía entre todas las de la manada humana y el hombre distinguía el pelaje del lobo claro entre toda la lobada. Pero más veces había visto el lobo al hombre que el hombre al lobo. Algunas había estado bien cerca cuando el otro había pasado sin descubrirlo y en una ocasión el lobo se había acercado tanto a su fuego mortecino en un amanecer ya en los finales del tiempo frío que al despertarse e ir a orinar después de levantarse lo hizo en la mata de al lado de en la que el lobo permanecía emboscado, observándole.

 Huellas
 
 

           El conejo marca emparejadas en la nieve las dos manos delanteras, las de atrás son más arrastradas. Como la liebre, pero las de ésta son algo más grandes. La zarpa del zorro que las sigue marca cuatro uñas igual que la del lobo, pero las de éste casi doblan a las otras en anchura. El gato montes, el tejón, la marta y el lince señalan los cinco dedos, pero sólo el tejón marca bien las garras. Los otros las esconden, aunque se les notan en la tierra un poco a la garduña y al turón. A la nutria la distinguirás por la telilla de piel entre los dedos. También queda su huella en la arena y junto al río, que es donde la encontrarás, lo mismo que la del visón, mientras que la de la garduña estará en el robledal, la del turón en la junquera y por terrenos blandos y cárcavas es donde te toparás con la del tejón.

 

           No te entretengas con las pistas de los pájaros. Tan sólo podrán servirte la de la perdiz blanca, que tiene plumas entre los dedos, la de la roja que marca los tres, como palitos, la del urogallo y, en la estepa, la del sisón y la avutarda. No pierdas el tiempo con otras, que son de vuelo alto y estarán ya lejanas.

 

           No sólo la pezuña es huella. No es igual la marca del ciervo que la del corzo. Mira cómo éste descorteza los árboles jóvenes. También lo hace el conejo, pero éste roe por abajo. Mira lo que comen y hallarás dónde. Mira que cada uno abre el huevo a su manera. La garduña hace boquete en el costado y el turón lo empieza por atrás. No se come igual al conejo el águila —que dejará la cabeza y empezará a la perdiz por la pechuga— que el gato montes, que lo abrirá por la barriga.

 

           Aprende asimismo de sus excrementos. No tendrás duda con el del lobo, que blanquea, ni con el de la zorra, que habrás de distinguir del que deja el lince, el gato montes, el tejón, la marta, el armiño o el minúsculo de la comadreja. Los búhos y las lechuzas, bajo sus apostaderos, vomitan bolas de pelos y huesos de lo que han comido.

 

           El corzo te dirá de su paso con sus dos cascabeles, el jabalí hará trocha, un revoltijo de pezuñas y un estropicio de hocicadas, tierra levantada y nieve sucia. La pisada hendida y honda de un macho grande distínguela de la de la hembra, porque marcará atrás el espolón. Puede que vaya aparte, pero es posible que camine con la piara porque ahora es cuando montan los verracos. Alguna noche será de cuchilladas entre los navajeros viejos porque sólo uno cubrirá a las cochinas y será el padre de todos los rayones.

 

           La pisada del venado es ancha, la más grande de todos los que pacen como el gamo. Al muflón y al íbice reconócelos porque también marcan precisos sus cascabeles. Puede que en la nieve oigas los topetazos de las cabras monteses y es buen momento para que te les acerques, ya que el celo les tapa la nariz y las orejas. La yeguada deja las suyas redondas, nadie puede confundir la pisada de un caballo. Si hallas la pisada del bisonte, corre a avisar a la gente de la Roca y aprieta aún más el paso si son de renos las pezuñas que has visto atravesar el río en el vado de los Farallones Rojos.

 

           De todos ellos debes aprender si van andando o corriendo. Te lo dirá la huella igualmente. Y es muy importante que con una mirada sepas verlo. El éxito de una cacería y la carne para el poblado pueden depender de ello.

 

           No encontrarás en invierno la pisada del oso, más grande que mi mano. No la cortarás en trocha alguna porque ahora está dormido y no saldrá hasta que brote la hierba nueva. Pero puede que en los sotos del río tropieces con una del gran gato. Una garra carnicera de la que habrás de huir puesto que es la del leopardo. Y si aún fuera mucho más grande, escapa. Porque será la del león errante. No viene ya casi nunca el asesino amarillo por el territorio de Tari, pero si vieras su huella en la nieve, en la arena o en el barro, no pierdas un instante y escapa.